sábado, 8 de septiembre de 2012

ESCRIBIR

No puedo hablar
ni decir
de otra forma.
Las palabras
de la boca
del aire
son para mí
pájaros
muertos.
No hablo
como en mí
hablo.
No hablo.
De mi garganta
solo salen
palabras
verdes,
colgadas de las ramas,
sin forma.

No puedo decir
sin llenar
el espejo blanco
de vácio
de nostalgía.

No puedo mirar
sin mirar
como tus ojos
caen
sobre la hoja,
se deshacen
en charcos
azules,
transparentes.

La escritura es mis ojos.

jueves, 6 de septiembre de 2012

PÁJAROS

No me di cuenta hasta que, ya adulto e incapacitado, la nostalgia me atrapó y tuve que ponerme a ver fotos antiguas.

Todas las mujeres que me gustaban en la infancia, tenían los mismos ojos.

No importaba el color. Podían ser ojos celestes, marrones, color miél, verdes, oscuros.
Pero, en algo todos esos ojos eran identicos.
Eran ojos de gorrión.

Ojos cuya pupila no dejaba espacio al blanco. Ojos humedecidos, tristes, que miran siempre hacía los fantasmas del futuro. Ojos con esa tristeza tan alegre. Que, mas que tristes, son ojos conmovidos por el mundo.
Mujeres con ojos que te daban ganas de abrazarlas, de convertirte en refugio de sus humanidades transparentes, ocultas, fragiles. Que te daban ganas de protejer sus miradas de la inmensidad. Porque, solo ellas podían ver la inmensidad.

Mujeres con  ojos perdidos en el árbol (porque saben que el arbol es un mapa del universo).
Mujeres con ojos perdidos en las alturas.

Cuando la veo a ella me doy cuenta, que ella es un gorrión más. Admito que paso el tiempo buscandole las alas. Y despues, una vez más, lo entiendo.

Las alas están en el fondo de sus ojos.

ARBOL

Árbol,
algo me molesta
y no encuentro el hueco
para decirlo.
Árbol ¿Porqué
tu pecho se me cierra?
No te entiendo.
Antes te entendía.
Mis brazos eran
como tus ramas
 se extendían.
También querían
probar que las nubes
eran ciertas.
Mis raices,
estaban en el cielo
y en la tierra.
De mí  caían personas
como ciruelas.
Árbol, algo nos separa
¿O es que yo también
necesito el riego,
de la madrugada?
Árbol, algo se me ha muerto.
Me llego el otoño muy temprano.
Hasta en el espejo,
soy un tempano de años
y silencio.
Árbol, abrite, abrí tu pecho
a mis palabras.
Aunque, a veces, sean como sierras.
Yo también estoy anclado al mundo,
pero me estoy pudriendo.
Árbol, dejá que trepe
a tu mundo.
Dejame estar cerca
Y entender el cielo de los pájaros,
y verte las orugas
y la sangre.
Dejá que yo tambien me abra
y entre mis pulmones
susurrá un secreto.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

CASA DE MUÑECAS


Son sobrevivientes.

La más grande, la francesita
con la nariz
como un hueco
y los ojos negros
hundidos
en el plastico.
La pecosa,
con ojos de botones
de camisas de abuelo.
Entre ellas
vive el gran silencio
de Mariela.
Un silencio
grande  y pesado
como la noche
del miedo.

Sobre una repisa,
inanimada,
la morena
con la piél
intacta
y la cabeza incompleta.

Viven sin mirada,
solas,
amontonadas
en la pieza
olvidadas del olvido,
apiladas
como papeles
en cajones lejanos.

Mariela,
saca boleto,
trepa al colectivo,
trepa por espaldas
arañando cuellos,
abriendose entre gritos,
llega a la oficina,
amontona
hojas,
escuha al jefe,
habla
con el telefono,
y vuelve a casa
afonica.

La gauchita
con la pollera larga
a lunares,
 vaquita de San Antonio,
"la preferida
de la nena".

Mariela se mira
en el espejo
fría
fué apilando silencios
en las ventanas.

El principe
con el cuello erguido
de fierro,
y los ojos café amargo,
elegia sus pretendientes
entre las vidrieras.

Mariela no ama
a ese hombre
con la piel de las ventanas
invernales.
Ese hombre es un intruso
que un día
apareció en su cama.

Mariela se peina
frente al espejo antiguo,
con bordes goticos,
alto,
manchado de otoño.
Mis ojos están muertos, piensa.
Y se peina
como si peinara a otra.

miércoles, 29 de agosto de 2012

UNO TANGUERO



Como argentinos que somos, resulta imposible no asociar las cartas del truco a nuestra existencia.
En el truco, como en la vida, pueden tocarnos ciertas cartas al azar y depende de como las usemos, de como engañemos al mundo, el salir ilesos.

Pero, si lo pienso mejor,en la vida no nos dan tres cartas por mano. Nacemos con todas las cartas. No hay ser un humano que no pueda ser todos los seres humanos.
El problema está en que no sabemos sí estamos jugando el ancho de espadas o el cuatro de copas.
Nos está vedado el conocimiento de las cartas que tiramos en cada mano.
No sabemos cuanto tenemos para el envido, ni podemos imaginar las cartas del contrario (porque ni el las imagina).
En el truco el engaño es voluntario, en la vida el engaño está planeado desde hace tiempo. Por los tipos que inventaron el mazo.
Somos ciegos para el juego en el que estamos metidos.
Y puede que gastemos el ancho en nimiedades y, en los momentos clave, tiremos un cuatro raquitico.

Creo que en el final de nuestra vida, tendremos acceso a las tres ultimas cartas (siempre sobrarán tres). Entonces, podremos ver las cartas. Las que nunca usamos en nuestra existencia. Y jugaremos la ultima partida contra la muerte.

domingo, 12 de agosto de 2012

ENCUENTRO



Caía una lluvía fina. Recuerdo, los cables de telefono tejiendose a medida que las nubes se llenaban de niebla. Después la ví. O antes. Y miré hacía el cielo para perderla. Las gotas de lluvia parecían de hilo. El mundo había oscurecido. Solo quedaban faroles y estrellas. Recuerdos del sol.
La ví de nuevo, en el horizonte, como borrandose. Tenía el rostro de todas las  mujeres que había amado.
Paró. Las calles espejadas, el color del cielo, decían que había llovido y que ya no volvería a ser el mismo.
Tuve esta impresion: La conozco. Y la plaza desierta.
Su cuello era fino y blanco, como la lluvía.
Entonces llegó por fin el colectivo y se la tragó.

sábado, 11 de agosto de 2012

EL TIPO DE LA TV (FRAGMENTO)

Desperté con dolor de cabeza y un leve resfrío. Busque en la mesita de luz el ejemplar de La señora Dalloway, pero no estaba. Lo busqué entre las colchas y las sabanas, pensando que había dormido con el libro encima. Incluso, busqué bajo mi cama. No estaba.
Después de esta búsqueda, noté que junto al tren que siempre va hacia el sur en mi velador, había un grueso cuadrado de papel grisáceo. Era el diario del día. El rostro del tipo de la tele ocupaba casi toda la portada, aplastando los minúsculos títulos deportivos y la noticia de un planeta descubierto en un lejano sistema solar.
Encendí el velador para cerciorarme de la realidad de lo que estaba viendo. Me froté los ojos formando una montaña con mis dedos, casi cerrando los puños, para comprobar que no se trataba de una alucinación provocada por la falta de visión de un recién despierto. El tipo estaba en la portada. Hacía un gesto entre riendo dulcemente y burlándose. Su risa era macabra, lo comprendí. Era una mueca de desprecio al mundo.
Escuché la voz del tipo, penetrante, sintética, en el comedor de la casa. Eran las siete de la mañana ¿Estaría hablando en un programa de noticias?
Al salir de mi habitación lo vi. Estaba sentado frente al hogar a leña. Reía suavemente. Mis padres estaban atados a dos sillas, cuyos respaldos estaban atados el uno al otro.  Miré a mi padre. Sus ojos de miedo. Tenían la boca sellada con cinta de tela. Yo no podía creerlo.
-¿No hace falta que me presente, verdad?- Dijo el tipo , seguía sonriendo. En verdad, su risa no se detenía jamás.
Me hubiese gustado borrarle la cara.
No le respondí. No quería hablar con aquél hombre.
Mi madre y mi padre permanecían con la mirada fija,  atrapados en el fondo de sus ojos. No temblaban. Ahora, no parecían estar asustados. Murmuraban algo, querían decir algo. De seguro, mi padre añoraba encender un cigarrillo. Gotas de sudor caían de su frente y su cuello y explotaban en sus  jeans.
El tipo de la tele se tomó la libertad de agarrar la pava, llenarla de agua y ponerla a calentar. Como si pensara que mi casa era su casa. Luego, abrió la puerta de la alacena y agarró el paquete de yerba.
-¿Dulce o amargo?- Preguntó. No me miraba. Miraba hacia un horizonte impreciso.
Yo miraba las sillas de madera antiguas a las que mi padre y mi madre estaban atados. Habían pertenecido a la abuela Alejandra. Pensé que, en los tiempos que la abuela había vivido,  el sujeto, que ahora depositaba la yerba cuidadosamente en el mate, no hubiese tenido un lugar donde justificar su existencia.
El tipo de la tele tomó el primer sorbo y puso cara de asco. Se cara de asco era como una sonrisa invertida.
-¡Que yerba horrible! ¿Dónde compran tus padres esta porquería?
Me alcanzó el segundo mate.
-Debes preguntarte que hago yo acá ¿Verdad?- dijo. Se quedó mirándome fijamente, sin dejar de sonreír
 Comprendí que, al parecer, el tipo de la tele necesitaba comprobar que estaba acertado en lo que decía. Por eso repetía la palabra “verdad” después de enunciar muchas frases. Necesitaba tocar las palabras, darles consistencia. Era inseguro.
-¡A ver si te rendís de una vez!- Dijo.
-¿Rendirme?- Le estaba hablando. El sujeto al fin conocía mi voz. Eso me asustó.
El tipo se perdió unos segundos mirando la nada. Los comerciales, pensé yo. Después, preparó la voz con delicadeza y expresó sus pensamientos:
-¡Ah! ¡Al fin te escucho! ¡Tenés una linda voz, podrías trabajar en televisión!
Por impulso, cerré los ojos e introduje mis índices en lo más profundo de mis oídos, negándome a oír y a ver al sujeto.
Pasaron horas, minutos, segundos. Abrí los ojos pero no destapé mis oidos, hubiese sido demasiado. El tipo estaba cómodamente sentado tomando mate y comiendo palmeritas.
-¡Escuchá! ¡Tenés que  ver mi programa!- dijo. Pude leerlo en sus labios.
¡Escuchá! ¡ Escuchá! ¡ Escuchá!
Me negué.
Se dirigió al comedor, tomó asiento en el sillón más grande y encendió el televisor con el control remoto.
Ahí estaba él. En el programa de juegos para divertirse en familia. Lanzaba un dado gigante y el conductor indicaba al público que el tipo debía avanzar seis casilleros en el tablero a escala humana. El programa era en vivo ¿Cómo podía estar en dos lugares a la vez? Tras avanzar los seis espacios, el tipo de la tele caía en un casillero que tenía la foto de un famoso corredor de cien metros libre. El conductor informaba que el concursante debía avanzar seis espacios más. El conductor era casi igual al tipo, con más bigote y un poco menos de pelo. Vestía un traje de astronauta color naranja,
Sentí que los dedos de mis pies estaban atrapados en las zapatillas. Y esa sensación subía por mis piernas hasta llegar a mi garganta. Estaba furioso. Me sorprendí gritando. Lo tomé del cuello de la remera y le grité.
-¡Fuera de esta casa! ¡Ándate de acá!
El permaneció inmutable. La risa se le agrandaba en la cara. De media risa a cuarto menguante.
Grité varias veces hasta que me cansé. Me dolía la garganta. Comencé a llorar y rogar. “¡Rajá de esta casa! ¡Ándate, por favor! ¡Ándate!
El seguía sonriendo. Sus ojos también reían. Todo su cuerpo reía a carcajadas, incluso sus poderosos bíceps.
Yo estaba cansado y transpirado. Tenía la cara mojada de lágrimas, pero no estaba angustiado. La angustia había salido de mi cuerpo a través de los gritos. En este estado, y comprobando que nada podía hacer para echar  ese hombre casi-un-hombre, me dirigí a mi pieza para seguir durmiendo. Mi mente estaba en blanco. Mis pensamientos se habían materializado en gritos y lagrimas.
En segundos, comencé a sentir un intenso sueño. Recordé a mis padres. Por la discusión, los había olvidado atados a las sillas de la cocina, pero los parpados me tapaban ya la mitad de los ojos. Me dormí.

Volví a despertar al mediodía. La señora Dalloway descansaba en mi pecho. Lo primero que recordé fue que no había clases por desinfección ¿O habían hallado una rata en la escuela? Mi madre me gritó varias veces desde la cocina. Podía oír el murmullo del gas y la brisa del fuego en las hornallas. Hice oídos sordos  a los gritos de mamá. Me hice el dormido. Después, se oyó un clic y el sonido del televisor comenzó a llenar la casa.