sábado, 11 de agosto de 2012

EL TIPO DE LA TV (FRAGMENTO)

Desperté con dolor de cabeza y un leve resfrío. Busque en la mesita de luz el ejemplar de La señora Dalloway, pero no estaba. Lo busqué entre las colchas y las sabanas, pensando que había dormido con el libro encima. Incluso, busqué bajo mi cama. No estaba.
Después de esta búsqueda, noté que junto al tren que siempre va hacia el sur en mi velador, había un grueso cuadrado de papel grisáceo. Era el diario del día. El rostro del tipo de la tele ocupaba casi toda la portada, aplastando los minúsculos títulos deportivos y la noticia de un planeta descubierto en un lejano sistema solar.
Encendí el velador para cerciorarme de la realidad de lo que estaba viendo. Me froté los ojos formando una montaña con mis dedos, casi cerrando los puños, para comprobar que no se trataba de una alucinación provocada por la falta de visión de un recién despierto. El tipo estaba en la portada. Hacía un gesto entre riendo dulcemente y burlándose. Su risa era macabra, lo comprendí. Era una mueca de desprecio al mundo.
Escuché la voz del tipo, penetrante, sintética, en el comedor de la casa. Eran las siete de la mañana ¿Estaría hablando en un programa de noticias?
Al salir de mi habitación lo vi. Estaba sentado frente al hogar a leña. Reía suavemente. Mis padres estaban atados a dos sillas, cuyos respaldos estaban atados el uno al otro.  Miré a mi padre. Sus ojos de miedo. Tenían la boca sellada con cinta de tela. Yo no podía creerlo.
-¿No hace falta que me presente, verdad?- Dijo el tipo , seguía sonriendo. En verdad, su risa no se detenía jamás.
Me hubiese gustado borrarle la cara.
No le respondí. No quería hablar con aquél hombre.
Mi madre y mi padre permanecían con la mirada fija,  atrapados en el fondo de sus ojos. No temblaban. Ahora, no parecían estar asustados. Murmuraban algo, querían decir algo. De seguro, mi padre añoraba encender un cigarrillo. Gotas de sudor caían de su frente y su cuello y explotaban en sus  jeans.
El tipo de la tele se tomó la libertad de agarrar la pava, llenarla de agua y ponerla a calentar. Como si pensara que mi casa era su casa. Luego, abrió la puerta de la alacena y agarró el paquete de yerba.
-¿Dulce o amargo?- Preguntó. No me miraba. Miraba hacia un horizonte impreciso.
Yo miraba las sillas de madera antiguas a las que mi padre y mi madre estaban atados. Habían pertenecido a la abuela Alejandra. Pensé que, en los tiempos que la abuela había vivido,  el sujeto, que ahora depositaba la yerba cuidadosamente en el mate, no hubiese tenido un lugar donde justificar su existencia.
El tipo de la tele tomó el primer sorbo y puso cara de asco. Se cara de asco era como una sonrisa invertida.
-¡Que yerba horrible! ¿Dónde compran tus padres esta porquería?
Me alcanzó el segundo mate.
-Debes preguntarte que hago yo acá ¿Verdad?- dijo. Se quedó mirándome fijamente, sin dejar de sonreír
 Comprendí que, al parecer, el tipo de la tele necesitaba comprobar que estaba acertado en lo que decía. Por eso repetía la palabra “verdad” después de enunciar muchas frases. Necesitaba tocar las palabras, darles consistencia. Era inseguro.
-¡A ver si te rendís de una vez!- Dijo.
-¿Rendirme?- Le estaba hablando. El sujeto al fin conocía mi voz. Eso me asustó.
El tipo se perdió unos segundos mirando la nada. Los comerciales, pensé yo. Después, preparó la voz con delicadeza y expresó sus pensamientos:
-¡Ah! ¡Al fin te escucho! ¡Tenés una linda voz, podrías trabajar en televisión!
Por impulso, cerré los ojos e introduje mis índices en lo más profundo de mis oídos, negándome a oír y a ver al sujeto.
Pasaron horas, minutos, segundos. Abrí los ojos pero no destapé mis oidos, hubiese sido demasiado. El tipo estaba cómodamente sentado tomando mate y comiendo palmeritas.
-¡Escuchá! ¡Tenés que  ver mi programa!- dijo. Pude leerlo en sus labios.
¡Escuchá! ¡ Escuchá! ¡ Escuchá!
Me negué.
Se dirigió al comedor, tomó asiento en el sillón más grande y encendió el televisor con el control remoto.
Ahí estaba él. En el programa de juegos para divertirse en familia. Lanzaba un dado gigante y el conductor indicaba al público que el tipo debía avanzar seis casilleros en el tablero a escala humana. El programa era en vivo ¿Cómo podía estar en dos lugares a la vez? Tras avanzar los seis espacios, el tipo de la tele caía en un casillero que tenía la foto de un famoso corredor de cien metros libre. El conductor informaba que el concursante debía avanzar seis espacios más. El conductor era casi igual al tipo, con más bigote y un poco menos de pelo. Vestía un traje de astronauta color naranja,
Sentí que los dedos de mis pies estaban atrapados en las zapatillas. Y esa sensación subía por mis piernas hasta llegar a mi garganta. Estaba furioso. Me sorprendí gritando. Lo tomé del cuello de la remera y le grité.
-¡Fuera de esta casa! ¡Ándate de acá!
El permaneció inmutable. La risa se le agrandaba en la cara. De media risa a cuarto menguante.
Grité varias veces hasta que me cansé. Me dolía la garganta. Comencé a llorar y rogar. “¡Rajá de esta casa! ¡Ándate, por favor! ¡Ándate!
El seguía sonriendo. Sus ojos también reían. Todo su cuerpo reía a carcajadas, incluso sus poderosos bíceps.
Yo estaba cansado y transpirado. Tenía la cara mojada de lágrimas, pero no estaba angustiado. La angustia había salido de mi cuerpo a través de los gritos. En este estado, y comprobando que nada podía hacer para echar  ese hombre casi-un-hombre, me dirigí a mi pieza para seguir durmiendo. Mi mente estaba en blanco. Mis pensamientos se habían materializado en gritos y lagrimas.
En segundos, comencé a sentir un intenso sueño. Recordé a mis padres. Por la discusión, los había olvidado atados a las sillas de la cocina, pero los parpados me tapaban ya la mitad de los ojos. Me dormí.

Volví a despertar al mediodía. La señora Dalloway descansaba en mi pecho. Lo primero que recordé fue que no había clases por desinfección ¿O habían hallado una rata en la escuela? Mi madre me gritó varias veces desde la cocina. Podía oír el murmullo del gas y la brisa del fuego en las hornallas. Hice oídos sordos  a los gritos de mamá. Me hice el dormido. Después, se oyó un clic y el sonido del televisor comenzó a llenar la casa.

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